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Cuento Corto: «LA MUERTE DE LOS VERANOS»

Cuento corto escrito por Juan Pablo Suárez.

Cuento corto por: Juan Pablo Suárez

Gajuel se sentó en la galería de arcos semicirculares estilo español, con pisos de ladrillo y una reja del mismo estilo en el extremo que hacía las veces de balcón, pero que en otras épocas cuando pequeños, se usaba para colgar las toallas al salir del agua, el mágico rincón daba hacia las montañas. La tarde era gris… tan gris que producía desasosiego, casi una invitación a la tribulación. El paisaje había perdido magia, no había colores, era demasiado triste, casi desesperante. De repente y como un rayo un pensamiento invadió toda su humanidad, había vivido más años de los que le restaba por vivir, más de la mitad, muchos, quizás casi todos.

Se perdió en la bicromía por un tiempo prolongado cuando otra idea estalló en su mente “los veranos han muerto” pensó. Antes, cuando chico los días eran amarillos, el cielo era azul, el agua transparente, los frutos rojos y los brotes verdes ¡había tanta luz! , todo era tan cálido pero, ya no quedaba nada de aquello, ¿todo sería así hasta el final? ¿Cómo soportaría eso hasta sus últimos días? Era demasiado pesada una carga semejante, y allí permaneció en una nebulosa mezcla de tristeza, cansancio, desesperanza y recuerdos. Las horas pasaron y la lasitud le fue ganando, estaba casi dormido cuando sintió una presencia, giró su rostro y estaba allí. Sus rizos eran dorados muy dorados tanto que se parecían a aquel sol que extrañaba en sus recuerdos.

-¿Quién eres?-  Preguntó Gajuel

– ¡Tus veranos!-  Contestó el ser radiante

– ¡Estás muerto!- replicó Gajuel. – Hace años que no llegas en las fechas que deberías y te esperé durante largo tiempo, pero ya no, ahora mi vida será como esta tarde oscura hasta el fin.

– Yo no he muerto, sigo aquí como siempre, con mis días, mi pasión, mis tonalidades. Mi socia la lluvia llega algunas veces para disminuir mi ímpetu de tal manera de no causar daño, es como cada año.

– ¡Mientes!- insistió Gajuel. – El invierno siempre llega, él es puntual el único que siempre está ahí en tiempo y forma para hacerme infeliz, para oscurecer mis días y obligarme a quedarme en casa, pero tu dejaste de venir hace años, tu calor, los colores, las tardes en el río entre amigos ya no existen porque estás muerto- le recriminó.

-¿No serán tus ojos?- Preguntó el ser de los rizos de oro. -¿Qué ves en las montañas ahora?- Repreguntó.

– Una tarde nublada, arbustos sin color y sin frutos, esta todo seco, el verde se ha marchado- contestó a desgano.

-“Cierra tus ojos”- le pidió el verano y así lo hizo Gajuel . El ser amarillo colocó sus delgadas palmas sobre sus párpados.

– ¿Recuerdas el pino que está al lado del agua?

-Si-, respondió el hombre.

-¿Qué flores había debajo de él?

-¡Hortensias!-, contestó con tono inequívoco.

-¿Recuerdas sus colores?- Inquirió nuevamente.

– ¡No!- dijo Gajuel con voz trémula y entró en una especie de espiral de terror, era su memoria, ¿Por qué no recordaba los colores? ¿Acaso su retentiva lo estaba abandonando? Quizás su decrepitud había empezado a hacer mella en sus recuerdos, lo invadió un pánico paralizante.

-Tranquilo, piensa, sólo haz un esfuerzo, vas a lograrlo calma.

-Sí, si- contestó- son celestes, algunas son celestes- dijo de forma apresurada.

-Continua mirándolas ¿Qué otros colores hay en los ramilletes?

-Rojas, si otras son rojas, lila, y blancas también- Gajuel sintió alivio, había sido sólo un lapsus, un momento.

-Los lugares y personas una vez que son aprehendidos por alguien viven en su interior para siempre y yo seré siempre verano en ti, sólo tienes que cerrar los ojos, hasta en los días más oscuros y tristes. Tú sólo tendrás que entregarte a los recuerdos- sentenció el ser amarillo. Cuando Gajuel abrió los ojos, el ser áureo ya no se encontraba.

Y aquel hombre volvió a quedar solo en la galería que daba a las montañas, cerró sus ojos y de a poco volvieron a su mente los elementos de la naturaleza recobrando su color, sentido, intensidad y olores, sobre todo eso los olores. El mensaje fue claro y cada día de inicio de la temporada estival se paraba en la baranda española de hierro forjado, y repetía el ejercicio pero al abrirlos todo volvía a ser sombrío, apagado y allí confirmó definitivamente que el verano, sólo era un recuerdo, entendió que ese día el ser de los rizos más rubios que alguien pudiera haber visto, había venido a despedirse definitivamente de él.

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